sábado, 24 de octubre de 2015

Viviendo Entre Ellos

Era un día soleado y muy caluroso en la ciudad, el más caluroso de ese verano, pero eso no era excusa para que nadie dejara su rutina diaria. Había una zona específica en esa ciudad, muy concurrida, donde el movimiento empezaba en la mañana y no se detenía hasta que el sol se cansaba de recalentar la ciudad y a sus habitantes.


Dentro de esa zona se encuentra una gran calle, donde en una de sus veredas logramos ver
a una empleada doméstica que camina apresuradamente al supermercado, aún no pasa ni la mitad de su jornada y ya le agota pensar en todas las cosas que le quedan por hacer, como ordenar y limpiar todos los ridículos adornos que su patrona ni siquiera conoce, pero que le gusta tener en su living. Se anima un poco pensando que a la noche, pasará a buscar a su hijo pequeño a la casa de la vecina que lo cuida durante las tardes y podrá pasar algunas horas con él, dándole comida jugando juntos y viendo esa sonrisa que hace que todo el esfuerzo del día valga la pena. Rápidamente pasa junto a dos chicos escolares que van alegremente riendo, decidieron faltar a clases y recorrer la ciudad, buscando un lugar discreto donde poder compartir su cariño sin miedo a las miradas acusadoras de sus compañeros, no sabiendo que si hicieran lo mismo a mitad de su sala de clases a sus compañeros no les importaría. Viéndolos atentamente, sentadas en una banca donde ellos van pasando vemos a dos señoras, amigas de hace más de cincuenta años, ambas jubiladas, que no necesitan ver a los jóvenes besándose para saber que de esa escena saldrán horas de conversación. Con tantos años de amistad y conociéndose tan íntimamente han llegado a odiar demasiadas cosas la una de la otra, todas esas mañas, gestos y actitudes que encuentran insoportables en la otra, pero ambas se consideran demasiado viejas para complicar sus vidas con insignificancias como esas. En dirección contraria a la joven pareja, se cruza frente a las señoras ahora un oficinista hablando por su celular, demasiado joven en opinión de ellas para ir tan apurado y ocupado. Sigue varios minutos caminando apresuradamente mientras continúa hablando por su celular. Se alegra de que el celular le sirva como excusa para ignorar a un indigente que, sentado en el suelo le estira una mano pidiéndole una moneda.


Carlos se llama el hombre andrajoso que agita un viejo y abollado vasito metálico donde suenan un par de monedas, luce cercano a los cincuenta años. La noche pasada durmió en el mismo lugar que se encuentra y poco después de despertar y orientarse comenzó a pedir monedas a los transeúntes.Observa al hombre de traje que pasó frente suyo hablando por teléfono, sabe que el hombre lo miró de reojo durante un instante y que prefirió pasarlo por alto, refugiándose en su celular. Carlos suspira con algo de cansancio y resignación, este no será un día fácil.


Se pone de pie con algo de dificultad y comienza a caminar por la caliente acera, buscando algo de sombra. Calza sólo un par de calcetines rotos y desgastados, pero con el paso del tiempo sus pies se han endurecido y el suelo que pisa ya no le molesta como antes. Con algo de resentimiento mira a las personas que caminan cerca de él, indiferentes a ese hombre de piel sucia que pasa lentamente a su lado, concentrados en sus propios asuntos. Con los años ha aprendido a conocer y odiar a la gente que ve todos los días, seres egoístas y superficiales, encerrados en sus infiernos personales que no los dejan mirar más allá de sus narices y preocuparse de alguien más si hacerlo no les produce algún beneficio personal. Obviamente no todos son iguales, como puede comprobar cuando encuentra un nuevo lugar donde sentarse y se le acerca una pequeña niña, que le extiende un paquete de galletas diciéndole “yo tengo más en mi casa, usted tal vez no”. Carlos recibe las galletas con una sonrisa de agradecimiento y levanta la vista, buscando a la madre de la niña, que ya le hace señas con la mano para que se devuelva junto a ella. La niña vuelve corriendo al lado de su madre, quien la toma de la mano y juntas se alejan por la calle.


Se queda mirándolas mientras se alejan, aún con una sonrisa en su rostro. Personas así son las que hacen a Carlos dudar, pero la sonrisa rápidamente se desvanece. Es una niñita, no sabe nada de nada todavía, es sólo cosa de tiempo para que termine igual que todos, vacía por dentro, viviendo una vida vacía y rutinaria, con momentos de falsas ilusiones donde creen romper con lo corriente y típico, convenciéndose a sí mismos de que su existencia es menos desalentadora de los que realmente es. No le cuesta para nada dejar de lado la agradable sensación que la niña provocó en él y recuperar la firmeza ante su pensamiento. Sabe que cada vez le queda menos tiempo para completar su misión, y sabe también qué decisión tomará llegado el momento.


Se intentó rehusar a las órdenes que recibió cuando supo que debía convivir tantos años con los humanos, y en condiciones así de humillantes. La sola existencia de ese cuerpo viejo, maltratado por la intemperie, sucio y débil. Él, el arcángel de la justicia, un ser hermoso y puro, poderoso como pocos, reducido a vivir como un ser humano, peor aún, un sucio vagabundo. Los hombres no merecen tenerlo a él caminando junto a ellos, su sola presencia ahí es un acto que va contra el orden natural de las cosas. Pero Dios fue claro y directo cuando le dijo que no podía tener un juicio correcto de los humanos viéndolos desde arriba, tan lejanamente, no aceptó reproches y lo envió abajo a observarlos, a vivir, a sentir, y en las condiciones necesarias para poder tener todo el tiempo del que dispusiera para analizarlos en su totalidad, sin familia, trabajo o amigos que lo distraigan de su sagrada labor.


¿Las condiciones de vida a las que fue sometido fueron más de lo que su inmortal y divina consciencia podía asimilar? ¿Su juicio se vio afectado de forma inesperada al pasar tanto tiempo lejos de su yo real?  Lleva un rato caminando nuevamente cuando un hombre pasa bruscamente a su lado, dándole un golpe con su brazo mientras levanta la voz para decirle “cuidado, estúpido”. El indigente lo observa en silencio, mientras la rabia va creciendo en su interior, intenta tranquilizarse pensando que cada vez falta menos tiempo para poder regresar a donde pertenece, cada vez menos para volver a ser quien era y dar su decisión final sobre si la raza humana debe ser extinguida o merece ser salvada. Pero estos pensamientos no lo reconfortan, pierde control de su mente humana y con toda la energía que puede reunir grita “¡Todos morirán, humanos malagradecidos!”. Continúa gritando insultos y palabras que nadie entiende, pero a las que tampoco nadie le presta atención, ya están acostumbrados a la locura del viejo Carlos, quien hace años vive en ese sector y a ratos pierde la calma y condena a todos los que se encuentran a su alrededor.

lunes, 29 de junio de 2015

Te Amo

Ellos estaban todos los días juntos. Se iban todos los días juntos en la micro al colegio. Ella miraba por la ventana, miraba los árboles, los edificios, la gente; él la miraba a ella. Eran compañeros de curso desde hace años; ella era una de las mejores alumnas del curso, se pasaba todas las clases poniendo atención a lo que explicaban, tomando apuntes y tal vez en algún momento hablando con alguna amiga; él pasaba casi todas las clases mirándola discretamente.

Vivían bastante cerca. Sacaban a pasear a sus perros a la misma hora y al mismo parque. Se sentaban cerca, los soltaban y dejaban correr por el parque, a veces los perros se acercaban entre ellos y jugaban un poco.

Ella hacía siempre las compras para la casa que su mamá le pedía, él hacia las de la suya desde que descubrió eso. Él siempre se demoraba sólo unos minutos en juntar las cosas que necesitaba y la esperaba, porque ella se demoraba más en comprar, recorría el supermercado con calma y sacaba lentamente las cosas que iba a llevar. Iban a pagar al mismo tiempo y siempre él se ponía a dos o tres cajas de ella, casi sin ponerle atención a la cajera por estar mirándola sólo a ella.

Iban siempre a comer a los mismos lugares. Ella iba a veces a algún local de comida rápida, algún café o un restaurante con uno o más amigos en las tardes y se quedaban algún rato después de comer a conversar y reírse. Él se sentaba alejado de ella, solo, pero lo suficientemente cerca como para poder verla comer, hablar, y sonreír. Siempre él compraba cualquier cosa para comer o tomar, lo que fuera solamente para poder estar ahí, muchas veces se iba sin siquiera tocar su comida.

Pero a pesar de todo eso había algo que él no entendía. No entendía por qué ella nunca se fijaba que él estaba ahí. No lograba comprender por qué a pesar de todo lo que hacía y había hecho por ella, de las horas de clases que habían pasado juntos, de esos ratos en el parque, de esas caminatas bajo la lluvia, de esas películas en el cine, de esos almuerzos juntos, incluso después de haber estado ahí cuando su novio termino con ella en una estación de metro, a pesar de todo eso ella no tenía ni la más mínima idea de su existencia.

De todas formas, nada de eso importaba ya, porque ese día todo cambiará. Ese día ella sabrá que él existe, y pasarán una inolvidable y hermosa tarde juntos en su casa. Al principio a ella no le gustará mucho la idea, se resistirá pero es pequeña delgada, él es grande y fuerte, al final ella va a ceder. Los padres de él trabajan todo el día así que estarán solos ese día en su casa; la llevará a su cama, tal vez con un poco de fuerza, y la acostará junto a él. Ahí la tratará de besar y ella tampoco accederá inmediatamente. Eso es algo que no puede permitir, se merece ese beso, la ama con todo su corazón, la necesita, tiene que ser suya, completamente suya. Así que en ese momento él deberá hacerlo. Será corto y rápido, ella probablemente grite, patalee e intente golpearlo, pero no servirá de nada, él se impondrá, hará lo que debe hacer y luego ella se relajará completamente. 


Después de eso todo será tan romántico y perfecto como él espera. Pondrá algo en la televisión y lo verán juntos, apoyará su cabeza en el pecho de ella y cerrará los ojos con una sonrisa en los labios mientras ella lo observaba. Lo seguirá y seguirá observando con sus profundos ojos verdes. Es lo único que ella hará. No se moverá de ahí, no hablará nada, no se quejará y sobre todo, no dejará de mirarlo con esos bellos ojos. Lo último que hará será mirarlo, sin cerrar más sus hermosos y vacíos ojos...

(Imagen: StephanieL11 - Flickr)